“El trauma de las subalternas”: Amor romántico desde una perspectiva trans y decolonial

 

Ser una mujer negra y disidente feliz es un acto revolucionario, contrahegemónico”, dice en este breve ensayo la militante cubana pro derechos LGTBIQ+ Mel Herrera. En solidaridad con la mujer trabajadora, republicamos este artículo que hoy 8 de marzo apareciera en la revista digital Tremenda Nota.



La vez que dije que anhelaba una relación formal, tener un novio, vivir un romance, algunas personas presentes se sintieron contrariadas. Creo que hasta decepcionadas. Unas lo disimularon con bromas: ¿Para qué un novio si puedes tener dos o tres?

Otras fueron más serias: ¿Para qué quería un novio si podía relacionarme de manera libre y sin dañarme?

En cualquier caso, no imaginaban que yo, una feminidad disidente, tuviera un deseo de ese tipo. He notado que muchos suponen e, incluso, exigen que yo sea de las más radicales y revolucionarias en el amor, el sexo y las relaciones. El resultado: sentir vergüenza cuando expreso en público mis necesidades afectivas.

En ocasiones prefiero ni hacerlo, sobre todo por estos días en que nos asedia un bombardeo de mensajes que llaman al «amor propio», a «deconstruir» el amor, las relaciones, a abrirnos, a vivir el poliamor como solución infalible al amor romántico, al dolor y a la fracasada monogamia.

Y no es que sean cuestiones con las que esté en desacuerdo o me niegue a experimentarlas. De hecho, mi propio devenir mujer ha reconfigurado la manera en que los demás me perciben y desean relacionarse sexo-afectivamente conmigo. Yo misma me he lanzado a ese proceso de repensar nuevas formas de amar y de relacionarme alejadas de la posesión, la exclusividad y el mito cis-hetero-racista del amor romántico.

Son más las interrogantes que las certezas que tengo. Sabemos que el amor romántico es un generador de violencias, de dependencias tanto económicas como emocionales, de inseguridades y, como mito al fin y al cabo, no cumple nuestras expectativas y nos puede dejar profundamente dañadas.

Sabemos que superarlo, desecharlo y pensarnos alternativas es una tarea urgente y necesaria, pero han de ser alternativas realistas y que no generen también otras dinámicas violentas, de confusión, indolentes e invasivas.

En un artículo titulado «Reflexiones sobre el amor romántico desde una perspectiva antirracista», publicado por el medio digital Alharaca, la académica Yarlenis Mestre se pregunta: «¿Qué pasa cuando algunas no se ven en ese espejo de Penélope, Cenicienta y tantas otras? (…) ¿Cuántas protagonistas de historia de amor en las telenovelas son personas negras? ¿Cuántos besos de personas negras aparecen en primer plano en telenovelas y filmes románticos?».

La autora, aun consciente de que «no tiene sentido esperar como Penélope, a ser validada, si los parámetros de validación para entrar a los dominios del amor romántico, de entrada, te descartan», explica cómo estas narrativas de la espera, de la búsqueda de la media naranja, de la vida en pareja, nos envician y son capaces de amoldar nuestros deseos sexo-afectivos desde la infancia.

Recuerdo que cuando pensaba en el amor, además de imaginar que yo era una niña cisgénero, imaginaba que era blanca y que tenía romances con muchachos apuestos y blancos. Me atravesaban varias cuestiones entonces: la negación identitaria, la negación del amor heterosexual y el racismo internalizado.

¿Cómo no sentirme Penélope, Cenicienta? ¿Cómo no amoldarme, blanquearme, escapar de la negritud y rechazar la afrodescendencia que me ubicaban en una posición de subalterna, inferiorizada? ¿Cómo no desear ser blanca en un sistema en que las personas blancas son las vencedoras, las que están en la cúspide del orden socioeconómico, las bellas?

Al mismo tiempo, ¿cómo no desear relacionarme con hombres blancos si los hombres negros han sido construidos como maltratadores por naturaleza, violentos, agresores sexuales, vulgares, atrasados, salvajes? «El negro es una bestia, el negro es malo, el negro tiene malas intenciones, el negro es feo», nos dice Fanon en “Piel negra, máscaras blancas".

Las imposiciones/restricciones de género y a la sexualidad, y la estratificación racial que Occidente impuso desde el periodo colonial, nos convirtieron en identidades, cuerpos y territorios subalternos. Somos las subalternas y hemos crecido con ese trauma desde la infancia. Es un trauma ancestral.

Somos las feas, las malqueridas, las violentas, las despreciadas, las que espantamos, las que metemos miedo. Todavía se nos refleja en los ojos la rabia con que incendiamos ingenios y envenenamos a nuestros amos.

Nunca fuimos las bonitas del aula o de la escuela, ni las deseadas. Las lindas y deseadas eran las blancas cisgénero, las de ojos claros, las rubias, las de pelo lacio. Nosotras éramos las alcahuetas, las que llamaba a mitad de pasillo algún muchacho guapo para pedir consejos de cómo conquistar a nuestras amigas, las que formábamos parejas y nos quedábamos solas, por las que nadie echaba cartas anónimas en los buzones del 14 de febrero.

El mito del amor romántico ha contribuido a nuestro trauma, a sentirnos las feas, las indeseables, las impresentables, las indignas de un romance. Lindas eran las «muchachas de verdad».

Las personas afro y cuir éramos las que observábamos el romance de nuestras amigas las blancas. Mirábamos al muchacho que nos gustaba y éramos invisibles. No éramos niñas, no éramos muchachas, éramos las raros, las maricas, un adorno que hacía lucir más sexys a nuestras «suertudas» amigas.

Creamos adicción a las relaciones imposibles, al amor romántico, a la vida en pareja. Y ¿de qué otro modo podría ser si nunca tuvimos nada de eso? Lo prohibido crea adicción. ¿Cómo no querer un amor bonito si lo que nos perseguía eran encuentros furtivos, propensos a la violencia que se puede generar en la clandestinidad?

Nuestro trauma además tiene que ver con el cuerpo. De él se ha dicho, y también hemos internalizado por la colonialidad, las instituciones disciplinarias y los dispositivos del control de los cuerpos, que es antiestético, grotesco, feo, peligroso, que está equivocado.

Con mi transición de género dejé de ser la no deseada, aunque sigo siendo subalterna. Pasé a ser la puta, la exótica, el deseo ilícito de heterosexuales y conservadores que por un lado me niegan como sujeto de derechos, pero por otro se creen con derecho a someterme sexualmente, a disfrutarme.

Me toca una y otra vez ser la amante, la segunda, siempre el segundo vínculo sexo-afectivo de alguien. El trauma adquirió nuevos síntomas. Se imponen nuevas necesidades y adicciones: ser priorizada al menos una vez.

Las personas que se relacionan conmigo y, en general, con transfeminidades, incluidas las amistades, a la primera de cambio nos dejan aunque sientan mucho deseo por nosotras, aunque anhelen nuestra compañía, priorizan a alguien más, casi siempre cisgénero, un cuerpo conocido, normativo, presentable, con una trayectoria parecida, con un mismo lenguaje.

Son estas personas las que pueden ostentar el título de novia oficial aunque la relación sea abierta, poliamorosa y mantengan otros vínculos sexo-afectivos por separado o en conjunto. Nuestra posición es siempre la de subalternas. Nuestros encuentros los clandestinos.

Y muchas veces nos preguntamos cuándo nos van a mostrar en público, a sus amistades, familia. ¿Cuándo serán capaces de decir «tengo un vínculo con esta persona», «amo a una mujer trans»? ¿Cuándo podremos salir en una foto en su casa, a su lado, sin susto?

¿Acaso no lo merecemos? ¿Cuánto más van a escondernos? ¿Habrá alguien que deje de usar nuestro trauma para descartarnos como parejas dizque somos

 inseguras, frustradas, inestables o no amamos nuestro cuerpo ni a nosotras mismas»?

Últimamente, desde alguna zona de privilegio, se sugiere que debemos amarnos a nosotras primero para después amar a otros, y no se comprende lo indolente y capacitista de esta demanda. Como si el fallo fuera nuestro y no del sistema de opresiones que crea traumas, se nos niega la posibilidad de amar y brindar afectos a otros. Se nos remarca la idea de que es algo que no merecemos.

Pero, ¿cómo se calcula cuánto amor propio tenemos? ¿Cómo se sabe si ya hemos llegado al nivel adecuado para empezar a amar a otros? ¿En qué consiste amarnos a nosotros primero si en todo caso el amor va de construirnos y crecer en comunidad?

Están muy bien los discursos del amor propio, pero sepan que no es un proceso medible ni es lineal. Nada es fijo. No ocurre lo mismo en todos los cuerpos y subjetividades. Occidente y la blanquitud clasemediera burguesa se encargaron de repartir este tipo de recetas bajo la etiqueta de «universales». Dijeron que servirían para todos cuando eran solo soluciones diseñadas para ellos. Lo peor fue que las impusieron.

El discurso del amor propio es un discurso también romántico. Es también un mito. No podemos sentirnos bellas, seguras, deseadas y felices todos los días del año en un mundo donde desde que nacemos hasta que nos morimos nos está diciendo lo contrario. Ese «amarnos tal cual y como somos» ignora las violencias que vienen del exterior. Ignora el mundo patriarcal, racista, traumatizante y violento en el que vivimos.

De nada vale si no somos compasivas con nosotras mismas. No es asumir una postura conformista. Lo que importante es no asumir nuestro trauma como una falla personal sino como consecuencia de este sistema. Poco favor hacemos si atacamos a las personas estancadas en el trauma colonial llamándoles acomplejadas o victimistas en lugar de atacar al sistema que lo provoca.

Amor propio y «body positive» sin conciencia social, sin apego a la realidad, sin atender a las complejidades estructurales de los individuos «diagnosticados» con baja autoestima o con poco amor hacía sí mismos por los seudoinfluencers del bienestar emocional y la sanación mental con positividad, se convierten en mensajes violentos, nocivos y vacíos. El amor propio peca de ser también un mito romántico.

Mis amigas y otras personas allegadas me han cuestionado que un novio para qué, para qué una relación monógama, un asco la monogamia siempre opresiva, prueba el poliamor, prueba relacionarte con varias personas a la vez sin apegos y sin compromisos, como si el poliamor fuera garantía de sufrir menos o de no sufrir, como si en realidad en la monogamia todo fuera opresión y dominación.

Deberías abrirte, dicen ellas, las que siempre han sido amadas y deseadas, las lindas, las que no saben que ese amar libremente puede ser violento para algunos cuerpos, porque se nos puede descartar o subalternizar ipso facto  exclusivamente por el hecho de habitarlos.

Muchos de estos gurús del poliamor y de las relaciones libres invitan constantemente a experimentar, planifican, guardan cita, andan a la caza de la oportunidad, preparan eventos, hora, fecha, lugar, aperitivos, crean en sus mentes una serie de posibilidades, redes, uniones, imágenes, buscan quedar contigo y con tu amiga y sabes que se quiere tirar a ti, a tu amiga y a quien venga con él. Son cazadores. Son unos empeñados obreros del poliamor, nada orgánicos.

En ocasionan fuerzan relaciones o encuentros que terminan siendo siempre dañinos para alguna de las partes, ya sea por una idea distorsionada del poliamor, por lo complejo y contradictorio de nuestra humanidad, por el consumo desaforado de cuerpos, cuerpos nuevos siempre, por falta de responsabilidad o incluso por cuestiones de raza y clase.

Adquirí conciencia antirracista a medida que avanzaba mi transición de género. Como mujer trans negra empecé a enfrentarme y enfrento a diario comentarios que parten de estereotipos racistas y cissexistas. Algunas personas cisgénero no pueden evitar remarcar lo linda que luzco para ser una trans y para ser negra. Quieren arreglarme el cabello, peinármelo, porque suponen está despeinado o que un corte diferente me feminizará más.

Las mujeres negras hemos tenido que enfrentar también el estereotipo de ser menos femeninas que las blancas. Cuando se trata de una que además es transgénero, los esfuerzos por demostrar nuestra feminidad se triplican. Nada de esto tampoco es fortuito.

La filósofa argentina María Lugones explicó que con la irrupción colonial, los pueblos e individuos subalternizados (negros, indígenas y disidencias) fueron clasificados como no humanos, incivilizados, salvajes e incontrolablemente sexuales. Solo los civilizados eran hombres y mujeres. En este sentido, los negros e indígenas no podían ser hombres ni mujeres. Mujeres eran las europeas blancas burguesas.

En este punto queda claro por qué a las personas trans y otras disidencias sexuales y de género se nos niega nuestro lugar y nuestra identidad. Sabemos por ende quién ostenta el derecho de negarlos. Entendemos también de dónde viene el estereotipo racista de que las personas negras somos más fogosas y los hombres negros unos agresores sexuales.

Desde que asumí mi identidad afro con orgullo algo en mí se fortaleció. Fue como si toda la fuerza y energía ancestral se activaran. Enseguida me empujaron esos deseos de fuga, de cimarronaje, de hablar mis propias lenguas, de romper estructuras y usar, mientras me sirvan, las herramientas del amo hasta que más tarde le prenda fuego a su casa.

Aunque este sistema solo me reserva la posición de subalterna, hoy me siento con otra disposición. Hoy elijo con quién me relaciono y bajo qué condiciones. Disfruto el poder de aceptar invitaciones sexuales y afectivas que me convengan, las que me aseguren placer, beneficios, aprendizajes, sanación. También descartar otras, cuerpos y relaciones que no me interesan, gente que me exotiza o que me desecharía a la primera de cambio.

Hago todo esto porque merezco ser feliz, y porque aprendí con mi gente negra y cuir que ser una mujer negra y disidente feliz es un acto revolucionario, contrahegemónico.

Lo hago porque con todo lo hago creída que pueda sonar: a día de hoy no he encontrado persona, proyecto de pareja o de relación, trieja, relación abierta, cerrada, poliamorosa, que realmente me merezca y esté consciente de lo que valgo. Ha costado pensartarme así y llegar a esta posición.

Hoy sobre todo creo en un amor colectivo, en los afectos comunitarios, en las redes y el amor que podemos establecer entre quienes hemos sido los despreciados, los indeseables, las feas, los raros, los cuerpos colonizados y subalternos.

Creo en la sanación de nuestro trauma en comunidad, no a base de cucharadas o tik toks de amor propio o de «body positive». Creo en los cuidados, que eso también es amor. En el acompañamiento sin violentar los procesos de otras identidades capturadas por el mito del amor romántico. Sin que resulte más dolorosa de lo que ya lo es esta búsqueda del amor negado, del tiempo perdido sin amor.

Aspirar a relaciones libres y despatriarcalizadas, ya sea en poliamor o en monogamia, ha de estar en nuestro horizonte y trabajar por hacerlo posible, pero ¿qué ocurre cuando se nos llama constantemente a deconstruir lo que algunos nunca hemos podido construir o experimentar si quiera?

¿Qué pasa cuando por sus propios cimientos racistas y cisheterosexistas, es un amor que se nos niega a cuerpos y feminidades negras disidentes? ¿Cómo abrirnos a algo que siempre ha estado cerrado para nosotros? ¿Cómo superar el trauma de las subalternas en medio del sistema que lo produce y lo reproduce todos los días?

Imposible crecer y vivir en este sistema mundo colonial moderno y no dejarse amoldar por la blanquitud, el cisheterosexismo y los ideales del amor romántico que son, en principio, deseables, convenientes. Son protección.

No obstante, apuesto por un amor también disidente, decolonial y colectivo. Ya no hago grandes esfuerzos en mi ínfima posibilidad de Penélope, pero tampoco renuncio a ella. Y no me voy a culpabilizar si mañana me da por quedarme en una estación o buscar quién me ponga el zapato de Cenicienta. Al fin y al cabo, yo no inventé este sistema.