Diego Rojas: el militante, el intelectual




A las cinco y media de la madrugada, mientras el autor de ¿Quién mató a Mariano Ferreira? fallecía, la policía argentina invadía la casa de un dirigente piquetero buscando supuestas pruebas que lo incriminaran con una red de corrupción. 

Diego Rojas escribió su libro sobre el asesinato del líder piquetero Mariano Ferreira sabiendo que él también estaba expuesto a la muerte por hurgar muy hondo. Pero Diego Rojas, mucho más que intelectual, fallecería doce años después, en una cama del Hospital Alemán, mientras esperaba una donación de hígado, la posibilidad de hacer la cobertura periodística sobre la probable visita a Cuba de una comisión trotskista argentina y concluir su último libro: una novela sobre la cual solo me había dicho que intuía a Silvia Ageloff, la secretaria de Trotsky, como cómplice -quizá involuntaria- de su asesinato.

La última vez que lo vi fue un lunes. Me contó entonces que Silvia Ageloff había apoyado a Shachtman en su polémica con Trotsky. La polémica de Shachtman con Trotsky ha trascendido más que la ruptura del viejo bolchevique con Andreu Nin, entre otros motivos, porque Nin murió asesinado por el estalinismo, pero Shachtman plegado abiertamente al imperialismo yanki. Obviamente, Agueloff no sabía cuál iba a ser el giro de Shachtman, pero, en cierta medida, la escisión generada por aquella polémica fue más impactante en el trotskismo que la de Nin.

Quizá, involuntariamente, Ageloff -quien fue la novia de Mercader- había dejado pasar ciertas actitudes dudosas del asesino de Trotsky por cuestiones, incluso, completamente inconsciente. Trotsky tenía una personalidad, como mínimo, difícil, y, según lo que me decía Diego, tal vez la polémica también hubiera impactado personalmente en las relaciones de Ageloff con Lev Davidovich. El inconsciente puede hacer que emerjan sentimientos puros, sin ninguna represión ni intelectualización, y el olvido involuntario es un reflejo claro del inconsciente.

En la nota póstuma que Infobae publicó sobre Diego Rojas se puede leer que durante sus últimos días estuvo preguntando por las actas del juicio al asesino de Trotsky. Tal vez Diego intuía poder encontrar algo ahí, algo no visto hasta el momento; aunque, es muy probable que sobre Silvia Ageloff se hubiera dudado desde el primer momento. Al menos, el cargo de conciencia que tuvo Ageloff por haber sido durante años la novia de quien terminó asesinando a Trotsky, la llevó, en algún momento a intentar cometer suicidio. También sabemos que, salvo muy raras excepciones, quien quiere morir consuma exitosamente el suicidio. 

Pero el último texto de Diego Rojas que salió a la luz pública no fue sobre Silvia Ageloff, sino sobre Trotsky. Su amigo, el historiador argentino Alejandro Horowicz, había publicado hacía pocos meses el libro Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx; y desde la primera vez que nos sentamos a tomar un café -siempre en San Telmo, acompañado de su mejor camarada, la perrita salchicha Leni- me lo llevó para que, al menos, yo viera el índice. “Cuando termine te lo presto”, me insistía en cada café, y durante nuestra última charla me dijo que iría a hablar con su padre para ver cómo me hacía llegar su ejemplar Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx

En algún momento, pensé prestarle un libro sobre el cine soviético. Incluso se lo llevé al hospital y quedó maravillado con él, pero me di cuenta de que Diego estaba enfocado en el texto de Horowicz. Una reseña de Diego Rojas sobre el polémico libro de Horowicz era necesaria para la militancia trotskista argentina. Además, decirle que se lo prestaba cuando saliera del hospital fue también una idea ingenua para motivarlo un poco más a vivir. Pero a Diego Rojas no le hacían falta trampas motivacionales: “Yo quiero vivir”, me dijo una de las veces que fui a verlo al hospital. 

Las últimas obsesiones literarias -y políticas- de Diego Rojas no eran casuales. Diego Rojas era militante trotskista desde los 16 años, primero en el Partido Obrero, y en el cisma de 2019, continuó con Altamira y Ramal. Sin embargo, Diego Rojas siempre me hablaba de cómo sentía en carne propia el recelo de las organizaciones marxistas hacia los intelectuales. Che Guevara -quien aunque defendió a los trotskistas cubanos, no era trotskista- decía que el intelectual tenía el “pecado original” de ser pequeñoburgués. Fidel Castro impuso límites a la intelectualidad cubana tan subjetivos como peligrosos -y dañinos- al sentenciar en sus Palabras a los intelectuales: “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución, nada”. En contraste, Trotsky fue el estadista revolucionario que mejor comprendió al intelectual. No solo exigía libertad para intelectuales y artistas, sino que iba más allá: se enfrentaba a quienes intentaban levantar los muros de la censura o limitar la creación artística a los intereses directos del partido. El principal problema entre un partido marxista y sus intelectuales es cuando la organización entiende a los intelectuales como un mal con el cual deben convivir.

Ser un dirigente marxista y defender la libertad de expresión y creación es incluso hasta un deber, pero cuando se está en el poder, recibir las críticas, proviniendo de cañones con calibres calificados, es algo por lo general incómodo. Dicha incomodidad la desconocía Trotsky, quien apoyaba la autonomía del intelectual. El intelectual “compañero de viaje”, tal se referían entonces a quien no acababa de definirse por ser militante, debía ser visto como alguien más que útil, imprescindible, no solo al partido, sino a la clase trabajadora toda. 

Si la burguesía necesita la libertad de mercado para existir como clase, el intelectual necesita de la libertad de expresión y creación para existir como un sector de la clase trabajadora. El intelectual vive de expresarse: ese es su trabajo. El intelectual -o artista- escribe para cobrar un salario, produce sus realizaciones visuales para vender, canta, compone música, crea; y salvo que tenga otro trabajo, ese es su empleo. Por más afinidades políticas que puedan tener, un intelectual no puede pensar siempre como piensa un partido o un gobierno. En la división social del trabajo establecida por el sistema capitalista y por tanto la heredada en todo intento de construir el socialismo, el intelectual tiene las herramientas, la capacidad y la necesidad de expresarse por la palabra escrita más rápido que otros. Se ha especializado en ello, como mismo un obrero fabril lo ha hecho en su especialidad. Las organizaciones verdaderamente marxistas insisten siempre en dinamitar, incluso bajo el capitalismo, las consecuencias de la división social del trabajo. Ese es el motivo por el cual no es extraño ver a organizaciones trotskistas cuyos dirigentes sindicales escriben libros y cada mañana van a trabajar a una fábrica o a un hospital. De esa manera, la creación intelectual no queda relegada a un puñado de dirigentes que, a pesar de tener orígenes obreros, al llevar años especializados en la dirección del partido ya son exclusivamente teóricos -intelectuales- y no obreros. Esto no es un pecado, pero es un hecho. Pecado es que existan organizaciones socialistas que desprecian a los intelectuales en favor de los textos pulcramente políticos escritos por sus dirigentes. 

Diego Rojas era el militante comunista que ponía a disposición de la organización sus mejores instrumentos. Nunca mezquinó tiempo: era un militante total, y también un intelectual. Lo uno, no exime lo otro, pero por muchos motivos se ha creado, entre el militante no intelectual y el intelectual no militante, un recelo que a veces se tiñe de mutuo desprecio. Pierden así ambos: el intelectual socialista se queda en una buhardilla de ilustración marxista y el militante en una barricada construida sobre los libros que no lee. El siguiente paso es el intelectual rechazando leer los volantes que reparte el militante y el militante rechazando leer los libros del intelectual. Quedan entonces, las lecturas, empobrecidas, como también se reduce mucho el impacto político de ambos. 

Ese es un fenómeno conocido por la casi totalidad de los militantes. Algunas veces, se prefiere obviar, para ni reconocer la existencia de ese problema, que sigue allí, impertérrito.

En sus últimos tiempos, Diego Rojas hizo una militancia muy propia. Dejó de militar orgánicamente en un partido, pero intentó articular a los intelectuales socialistas con las organizaciones sindicales combativas para luchar contra el gobierno de la ignorancia instaurado hoy en Argentina. Es decir, trató de hacer, tal siempre lo hizo desde su militancia, que el intelectual y el obrero se reconocieran el uno al otro como parte de la misma clase social: la clase trabajadora. 

Cuando supo que una comisión de parlamentarios del FITU había visitado oficialmente la embajada cubana para reclamar la liberación de los presos condenados por participar en las protestas del 11 de julio de 2021, Diego Rojas -hospitalizado- se dispuso a ayudar. Entendió como pocos el carácter histórico y político de que el trotskismo argentino inicie contactos oficiales con el gobierno cubano para reclamar la liberación de los presos del 11J y vio, en la posibilidad real de una visita de esa comisión a Cuba, el posible hecho con dimensiones y consecuencias inesperadas. 

Diego Rojas estuvo al tanto, desde el hospital, sobre cada reunión del comité que organiza el 3er Evento Académico Internacional León Trotsky -y que tendrá lugar en Buenos Aires entre el 22 y 26 de octubre-: daba nombres de participantes imprescindibles, sugería temas. Le parecía un hecho unitario, útil, al cual había que ayudar por encima de las diferencias partidistas. Me preguntaba siempre quiénes se habían incorporado a la organización del evento, y me pedía -ayudando- que tratara de hacer el evento lo más plural posible.

Mañana será su funeral. Ahora mismo, su cuerpo es un amasijo en descomposición. Cuando alguien muere, no tiene reparación su ausencia. Nunca sabremos cómo habría terminado la investigación de Diego Rojas sobre Silvia Ageloff. Su libro sobre Mariano Ferreira sirvió para que condenaran al asesino. Su libro La izquierda, con firma rápida y dedicatoria escueta, lanzada dentro de un taxi mientras los dos volvíamos de una conferencia mía en la sede de la que fue su última organización política, lo tengo delante de mí. San Telmo duerme, o al menos, hace silencio: mañana será tu funeral, Diego. Ahora mismo, la clase trabajadora argentina es un amasijo en ebullición.

Frank García Hernández